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Sandi
12/03/2004 16:05

DEBERES PARA HORAS DE RABIA

¿Cómo lidiar con la rabia tras un acto terrorista?

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DEBERES PARA HORAS DE RABIA


LO primero, llorar. Sin tapujos: llanto de dolor, de impotencia, de rabia. Llanto por las víctimas, por el pueblo herido, por la nación golpeada. Lágrimas negras de luto y de espanto, un río de lágrimas que alivie el sofoco y humedezca la piel reseca de este país sin aliento.

Lo segundo, rezar. Una plegaria por los caídos, una oración por los muertos, un minuto de recogido silencio de la conciencia por la memoria de todos los que ya sólo viven el silencio eterno de la nada. Y un minuto, también, de meditación sobre nosotros mismos, de reflexión sobre nuestra maldita condición de arcángeles negros capaces de incubar el virus de la maldad.

Lo tercero, sentir. Ponerse en la piel de los trabajadores madrugados en un amanecer temprano de rutinas y esfuerzos, camino de un trabajo sin más gloria que la dignidad del pan de cada día. Y que, de pronto, en el sesteo adormecido del tren, han sentido abrirse sin preámbulos la puerta del infierno.

Lo cuarto, pensar. Dejar que las ideas se abran paso entre un torrente de sentimientos agolpados que brotan de las burbujas revueltas de la sangre. Es legítimo el dolor, es justa la rabia, es lógico el hirviente impulso de la venganza. Pero es más necesario el orden de la razón, esa fuerza intelectual que nos hace superiores cuando somos capaces de dominar la sacudida del instinto. Pensar sin dejar de sentir, dominar desde el cerebro los latidos del corazón acelerado por los ecos de la tragedia.

Lo quinto, recordar. Tenemos el privilegio de la memoria para anotar los datos del camino que conduce a esta desolación ilimitada. Recordar que sólo hay un terror, como sólo hay un fuego o un agua o un aire. Un terror que no tiene paliativos, ni casuismos, ni atenuantes, ni comprensiones. Un terror ante el que no cabe el diálogo, ni la complicidad, ni la doblez. Un terror que no admite miradas oblicuas, ni beneficios políticos, ni tentaciones oportunistas, ni búsqueda de otros culpables que no sean quienes extienden la muerte como un manto siniestro de amenaza y destrucción.

Lo sexto, salir. Es la hora de las calles, el momento de echarse a cuerpo limpio con las manos alzadas contra la tempestad de sangre. Está lloviendo sangre sobre España, y bajo esa intemperie de brutalidad tenemos que pasearnos de nuevo para defender la vida, la libertad, la razón, la convivencia. Como antes, como en aquel verano estremecido por la inocencia asesinada de Miguel Ángel Blanco, como tantas otras veces en que hemos sido capaces de comprender que sólo la rebeldía de la gente es capaz de sostener el frágil equilibrio de la paz. A la calle, que ya es hora, dijo el poeta, a mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo.

Lo séptimo, esperar. Sólo dos días ; cuarenta y ocho horas de silencio antes de decir lo que sentimos y pensamos del mejor modo en que la democracia expresa la voluntad del pueblo. Esperar con rabia contenida, con la respiración entrecortada, con el corazón a cien y el estómago apretado por la cosquilla de los demonios. Dos días para honrar a los muertos y cuidar a los heridos ; dos días para consolar a las familias y rumiar esta intensa conmoción sobresaltada. Dos días para asentar la ira, para dominar el rencor, para digerir la desesperación.

Y lo último, votar. Caminar el domingo hasta las urnas con una furia serena que arranque del fondo de nuestra conciencia, y llenarlas de hermosas papeletas blancas que sepulten el odio bajo una montaña de voluntades. Votar sin hipotecas mentales ni debilidades morales. Votar con toda la libertad, con toda el alma, con toda la esperanza y, entonces sí, con toda la rabia desencadenada y acumulada en estas horas de infamia.
 

Fin del hilo
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