Lo que se afirma en ese texto mezcla hechos ciertos con conclusiones muy discutibles. Conviene separar plano histórico, plano jurídico y plano práctico, porque ahí es donde suele producirse la confusión.
Es cierto que la figura moderna del administrador de fincas se articula en España antes de la Guerra Civil y que, durante el franquismo, su organización profesional se integra en el sistema corporativo del régimen. La Resolución de 28 de enero de 1969 que cita el BOE es real y encuadra al entonces Colegio Nacional Sindical de Administradores de Fincas como corporación de derecho público dentro del modelo sindical vertical propio de la época. Eso no es una invención ni una exageración: ocurrió exactamente igual con abogados, médicos, arquitectos y prácticamente todos los colegios profesionales existentes entonces.
También es cierto que en 1981, ya en democracia, se produce la reorganización del sistema mediante el Real Decreto 1612/1981, que crea los colegios territoriales y el Consejo General, eliminando cualquier referencia al sindicalismo franquista. Esto no fue un “lavado de cara” irregular, sino la adaptación general de todas las corporaciones profesionales al nuevo marco constitucional, en aplicación del artículo 36 de la Constitución, que reconoce expresamente los colegios profesionales como corporaciones de derecho público, con estructura democrática y sometidas a la ley.
Hasta aquí, los hechos históricos están bien descritos.
Donde el texto empieza a fallar es en las conclusiones jurídicas.
No es correcto afirmar que los Colegios de Administradores de Fincas no sean colegios profesionales “como los demás”. Jurídicamente lo son. Tienen la misma naturaleza que el colegio de abogados o el de arquitectos: corporaciones de derecho público, con potestad disciplinaria sobre sus colegiados, reconocidas por norma con rango reglamentario estatal y autonómico, y sujetas al control jurisdiccional. No son asociaciones privadas ni sindicatos empresariales, aunque obviamente representen intereses profesionales de sus miembros, como cualquier colegio.
Tampoco es cierto que “no exista control” o que su única función sea proteger al administrador frente al cliente. El control existe, pero es interno y deontológico, no de defensa del consumidor. El colegio puede sancionar a un administrador colegiado por infracciones estatutarias o deontológicas, incluso con suspensión o expulsión, pero no sustituye a un juzgado ni a una autoridad administrativa de consumo. Esto es exactamente igual en el Colegio de Abogados: una queja no garantiza que el cliente “gane”, solo que se valore si hubo infracción profesional.
Respecto a la titulación, aquí hay otro punto que suele manipularse. Es cierto que históricamente no se exigía una titulación universitaria concreta, pero hoy el acceso está regulado y exige formación específica y titulación previa, conforme a los estatutos generales y autonómicos, además de seguro de responsabilidad civil. Que no sea una profesión “reservada” en sentido estricto no la convierte en irregular ni en empresarial sin más.
En cuanto a la afirmación de que reclamar ante el colegio “no tiene sentido”, mi opinión es más matizada. No sirve para resolver conflictos económicos ni para forzar indemnizaciones. Para eso están los tribunales, el arbitraje o, en su caso, consumo. Pero sí tiene sentido cuando lo que se denuncia es una mala praxis profesional clara: falta de rendición de cuentas, apropiación indebida, incumplimiento grave de deberes, falsedad documental, etc. En esos casos, una sanción colegial puede ser relevante, aunque no sea inmediata ni especialmente satisfactoria para el propietario.
Y sobre si tener un administrador colegiado es o no garantía, tampoco es blanco o negro. No es una garantía absoluta, pero sí añade un plus mínimo de control: seguro obligatorio, sometimiento a estatutos, posibilidad de sanción y expulsión. Decir que “es todo lo contrario” no es exacto. El problema real es que muchos propietarios creen que el colegio actúa como un defensor del consumidor, y eso nunca ha sido su función legal.
En definitiva, el texto acierta al recordar el origen histórico y al advertir que el colegio no está para defender al propietario. Se equivoca al negar su condición de colegio profesional, al presentarlo como un simple lobby empresarial y al generar la idea de que carece de toda utilidad o control jurídico.
Si lo que subyace a su interés es un conflicto concreto con un administrador —por ejemplo, una reclamación económica, una gestión irregular o una negativa a entregar documentación— convendría saber qué ocurrió exactamente. Ahí sí se puede valorar con rigor qué vía tiene sentido y cuál no, y qué respaldo legal existe para actuar.